El miedo es una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza. Puede paralizar a cualquier animal, pero también es capaz de hacerle ir mucho más allá de los propios límites.
El ser humano, a pesar o debido a su capacidad de razonar, no está exento de sufrir los efectos de esta emoción. No por casualidad, los ejércitos y los malos políticos se especializan en emplear el miedo para manipular tanto a las víctimas como a sus propios soldados. Amedrentar a la población civil con la amenaza de una crisis económica o con la deportación hacia una zona de guerra de la que vienen huyendo es tremendamente eficaz para mantener el control de grandes masas de personas.
En una escala mucho menor, en una empresa, un jefe puede controlar el comportamiento de sus subordinados empleando mecanismos de coerción tan sutiles como las evaluaciones de rendimiento o incluso los comentarios públicos. El uso del miedo puede llegar a institucionalizarse en forma de procedimientos o, simplemente, de discursos cristalizados: “siempre lo hemos hecho así” o “éso no se puede cambiar”. Por tanto, dependiendo de cómo diseñemos las instituciones en las que desarrollamos nuestra vida social, podemos estar favoreciendo el desarrollo de entornos guiados por el miedo.
El miedo es una razón más para evitar salir de nuestra zona de confort, por muy incómoda que ésta sea. Pedir una subida de sueldo, decirle a una chica que nos gusta, hacer una pregunta en público, escribir un artículo sobre un tema del que sabes que hay otros que saben mucho más que tú… todos son escenarios donde el miedo, en este caso el miedo al rechazo, a no dar la talla, incluso a no cumplir con nuestras propias expectativas, nos puede ganar la partida. Es el miedo paralizante, que se apalanca en nuestras inseguridades. A mayor inseguridad, mayor parálisis.
Para reducir nuestras inseguridades podemos emplear diferentes mecanismos: aumentar nuestra comprensión del asunto que nos asusta, exponernos a experiencias similares de menor intensidad, dejarnos acompañar por una persona o un grupo que aumente nuestra confianza, etc.
Pero también podemos aprovechar ese miedo para tomar impulso y saltar fuera de nuestra zona de confort. Imagínate saltando en paracaídas. Debes superar la ansiedad que el miedo paralizante te provoca, generar adrenalina y… saltar. Ese momento definitivo del salto en el que ya no hay vuelta atrás. Esa sensación de salto al vacío nos provoca reacciones físicas similares en muchos otros contextos mucho menos físicamente arriesgados, por ejemplo, ese salto profesional que consideramos racionalmente beneficioso pero igualmente atemorizante. El miedo, adecuadamente canalizado, puede ser el mecanismo que catalice nuestras acciones en una realidad en constante cambio que nos exige dosis iguales de prudencia y de riesgo. O puede provocarnos estrés hasta límites no saludables.
El miedo, pues, impide que las personas tomemos riesgos y de todos es sabido que la innovación sólo se produce cuando probamos a hacer algo que nadie más ha hecho antes. Por tanto, el miedo impide (dificulta al menos) la innovación. Una razón más para erradicarlo de las empresas y, ya de paso, de nuestras propias vidas.
Hace varios meses diseñé esta presentación para explicar a una empresa cómo veía yo la transición al agilismo de una empresa, digamos, tradicional. Recientemente le he dado un formato algo más formal por esa manía mía de buscar la simetría en todo. En esa presentación, oh, sorpresa, hablo de el miedo como el principal factor a combatir cuando abordamos una transformación organizacional. También muestro una posible estrategia para abordar esa transformación de una manera participada. Ahora que he vuelto a este blog, creo que iré, poco a poco, explicando los matices de mi propuesta.