Modelos útiles, etiquetas peligrosas

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Cada vez que aparece otra portada de Surrounded by Idiots en LinkedIn —o una infografía cualquiera con tipologías de colores, letras o perfiles de comportamiento— no puedo evitar una mueca. No por el libro en sí, sino por lo que suele venir después: gente convencida de que al fin ha entendido cómo funciona el mundo. O peor aún, cómo funcionamos los demás.


El libro Surrounded by Idiots (2014), del autor sueco Thomas Erikson, presenta un modelo de comunicación que clasifica los comportamientos humanos en cuatro colores: rojo, amarillo, verde y azul. Aunque popular, el libro ha sido criticado por psicólogos porque simplifica en exceso la personalidad humana y porque se basa en un modelo (DISC) sin validez psicométrica demostrada. Las personas “rojas” son dominantes y orientadas a la acción; las “amarillas”, optimistas y sociables; las “verdes”, tranquilas y amables; y finalmente la gente “azul”, analítica y meticulosa.

Hay algo inquietante en esa alegría clasificadora. Porque aunque estos modelos se presenten como herramientas para mejorar la comunicación, lo que hacen a menudo es encasillar: convertir lo que podría ser una hipótesis en una sentencia. Y lo hacen con una eficacia sorprendente. Basta un color, una letra, una categoría. “Tú eres azul”. Y a partir de ahí, el decorado se acomoda a esa frase.

El lenguaje no sólo describe

Cualquiera podría pensar que llamar “verde” a alguien es inofensivo: un apodo simpático, una manera rápida de entenderse mejor. Sin embargo, el lenguaje es una herramienta peligrosa. No se limita a retratar la realidad; también la transforma. Y a veces lo hace de forma silenciosa pero profunda.

En los equipos, esto se nota enseguida. Basta con que alguien sea nombrado de cierta forma para que el entorno empiece a tratarle según ese guión. Si a Marta la ven como “amarilla”, se espera de ella entusiasmo, improvisación, sociabilidad. Y si un día no sonríe, entonces algo falla. En ella, por supuesto.

Esa expectativa se instala y condiciona. Lo que nació como un intento de comprender la diversidad se convierte, sin darnos cuenta, en una manera de uniformarla. La etiqueta no sólo clasifica: actúa sobre nosotros. Da forma a las oportunidades, a la confianza, al margen de acción. Lo que no encaja con la etiqueta, se descarta; lo que sí, se refuerza.

Esto es lo que se conoce como un enunciado performativo. No se limita a describir la realidad, sino que modifica aquello que nombra. Por eso, nombrar no es un acto neutral sino una forma de intervenir y de crear realidad. Y cuando esa intervención se normaliza, pasa inadvertida. Ahí reside su fuerza.

Etiquetas que encasillan

No todos los marcos que usan colores o categorías son igual de peligrosos. El problema no suele estar en el modelo en sí, sino en el momento en que dejamos de verlo como herramienta y empezamos a usarlo como diagnóstico. Como una radiografía que no se interpreta, sino que se enmarca y se cuelga en la pared.

Pensemos en Reinventing Organizations. Los colores que propone Laloux no hablan de individuos, sino de formas de organizarse, de estructuras colectivas y sus lógicas. Pero basta que alguien diga “aquí somos teal” para que, sin quererlo, empiecen las exigencias: como si la evolución fuera uniforme y todas las partes de la organización debieran responder al mismo ritmo.

Algo parecido ocurre con Team Topologies. Aunque su foco está en funciones, no en perfiles, las etiquetas estructurales pueden adquirir vida propia. Sin embargo, basta con catalogar a un equipo como “plataforma” para que esa clasificación empiece a operar como destino. “¿Discovery? No, que son de plataforma”. Y así, sin darnos cuenta, convertimos una taxonomía técnica en un guión de comportamiento colectivo.

Captura de la web 16personalities.com

Y también están DISC, MBTI, los Roles de Belbin y otros muchos modelos más que se atreven directamente con las personas. El problema no es identificarse con un rol; es que te lo coloquen como un apellido: Luis es cohesionador, María es INFP (mediadora). Y que eso quede. Como si las personas no pudieran cambiar de papel según la actividad o la situación.

No es que todos estos modelos estén mal. Lo que está mal es olvidarse de que son sólo eso: modelos.

Cualquier herramienta, por útil que sea, puede volverse una jaula si se aplica sin conciencia. Cuando esa jaula se habita durante suficiente tiempo, empezamos a confundirla con nuestra casa. Asumimos como propias las etiquetas que nos pusieron otros, y hasta les cogemos cariño. Nos convertimos en lo que se esperaba de nosotros.

La identidad también se ensaya

En línea con el filósofo Zygmunt Bauman, podríamos decir que la identidad es como un ensayo con público: cambia según el contexto, el momento y la mirada de los demás. En un entorno social como puede ser el trabajo, muchas identidades se construyen por repetición: me ven de una forma, empiezo a actuar así, y el entorno refuerza esa versión de mí, hasta que cuesta imaginar otra. Lo que en un principio fue una adaptación, ahora se convierte en rutina, y la rutina, con el tiempo, acaba definiéndote. “Tú eres así”, dicen. Y terminas creyéndolo.

Aunque no siempre es una cuestión de comodidad o conformismo; muchas veces es una forma de supervivencia. Si cada intento de actuar diferente es ignorado o penalizado, aprendemos que lo mejor es no intentarlo más. Esa renuncia, casi imperceptible, se instala y se normaliza. Es una forma de indefensión aprendida, no ante la vida, sino ante uno mismo.

Pero a veces, basta una grieta para que entre otra luz: una oportunidad distinta, una persona que te mire de otro modo, un entorno donde nadie espere que sigas siendo lo de siempre. Entonces ocurre algo raro y liberador: quien siempre fue meticuloso se atreve a improvisar, quien solía callar toma la palabra, quien siempre siguió empieza a liderar. Y lo deseable no es sólo que eso ocurra, sino que nadie se sorprenda. O al menos, que nadie lo impida.

¿Cómo evitar que las etiquetas se conviertan en jaulas?

Por mucho que algunos las vendan, no hay recetas, pero sí pistas. Lo que comparto aquí no proviene de manuales ni de laboratorios, sino de años acompañando a equipos reales, en organizaciones reales y enfrentando retos reales. He visto cómo las etiquetas ayudan y cómo estorban. He visto lo que se repite, lo que limita, lo que libera. Éstas no son verdades universales, pero sí aprendizajes que se han ganado su sitio a base de experiencia.

Dicho esto, aquí van algunas cosas que he visto funcionar:

  • Haz preguntas en lugar de afirmaciones. No es lo mismo decir “Ana es poco colaborativa” que preguntar “¿Qué ha podido hacer que Ana actúe de forma más reservada últimamente?”. Las preguntas abren posibilidades; las afirmaciones las clausuran.
  • Habla de comportamientos, no de naturalezas. Decir “Luis interrumpió varias veces la reunión” deja más espacio al diálogo que afirmar “Luis es arrogante”. Lo primero describe una acción; lo segundo congela una identidad.
  • Nombra con cuidado. Recuerda que las palabras no rebotan inertes sino que construyen realidades. Una broma, un adjetivo lanzado al pasar, una categorización bienintencionada… todo eso deja marca. No todo lo que decimos se convierte en verdad, pero todo lo que nombramos organiza el mundo a su manera.
  • Deja espacio para que cada persona diga quién es. A veces basta con dejar de hablar para que alguien encuentre su voz. La identidad florece más fácilmente en entornos que no dictan, sino que escuchan.
  • Recuerda que todo cambia. Lo que hoy es cierto puede no serlo mañana. Las personas, como los equipos, tienen derecho a evolucionar sin que nadie les reproche haber roto el molde. No hay mayor falta de respeto que reprocharle a alguien haber crecido fuera del margen que otra persona trazó para ella.

Ahora bien, nada de esto es fácil ni lineal. Muchas veces yo mismo he caído (y sigo cayendo) en las trampas que describo: he etiquetado sin darme cuenta, he reforzado patrones que quería evitar, he olvidado preguntar cuando más falta hacía… Saberlo no siempre me ha protegido de repetirlo, porque yo también soy parte del sistema, y también yo, como cualquiera, me estoy ensayando. 😇

La agilidad también se habla

Desde los tiempos del Manifiesto Agile insistimos en que las personas están por encima de los procesos. Sin embargo, rara vez nos detenemos a considerar que, como hemos visto antes, el lenguaje que empleamos forma parte del sistema operativo de nuestras organizaciones: no sólo comunica, sino que estructura, condiciona y reproduce formas de actuar.

Cuando etiquetamos a alguien, no sólo le describimos; activamos sin querer una red de expectativas y supuestos. A partir de esa categoría, asignamos tareas, interpretamos comportamientos, gestionamos conflictos e incluso anticipamos reacciones. Las etiquetas se vuelven reglas implícitas que no solemos poner en cuestión. Se transmiten, se repiten, se integran en la cultura organizativa sin necesidad de ser escritas en ningún sitio.

Aunque no estén configuradas en Jira ni aparezcan en ningún manual, estas lógicas operan a diario. Se instalan sutilmene en nuestras cabezas y condicionan el margen de acción de cada persona dentro del sistema. No se trata únicamente de dinámicas informales, muchas veces estas reglas se consolidan a través de herramientas institucionalizadas que usamos sin prestarles demasiada atención: evaluaciones que reciclan tipologías rígidas, informes de personalidad que asignan colores o letras, planes de carrera que trazan trayectorias fijas… Herramientas que, bajo la promesa de facilitar el desarrollo de equipos e individuos, terminan por limitarlo. Lo que en su origen pudo ser un intento de comprender mejor a las personas, acaba funcionando como un dispositivo de control. Un sistema que define trayectorias y restringe posibilidades: quién puede crecer, liderar o transformarse. Entonces, aquello de “poner a las personas por encima de los procesos” se diluye entre estructuras que limitan en lugar de liberar, y la agilidad se convierte, en demasiadas ocasiones, en un discurso vacío que poco tiene que ver con la práctica.

En definitiva, si aspiramos a organizaciones realmente adaptativas, no basta con optimizar procesos visibles: hay que atender también a los mecanismos sutiles que operan en lo cotidiano. Necesitamos menos certezas y más disposición a escuchar, porque el lenguaje no solo nombra: moldea. Así que, cada vez que alguien me diga “yo soy muy azul”, yo le preguntaré “¿y si hoy no lo fueras?” 😉


LA FOTO: La encontré por casualidad mientras buscaba algo que acompañara a este artículo. Es de la artista visual Manon Moret, y me evocó una sensación conocida: la de ir por la vida cubiertos de palabras que otros han escrito sobre nosotros. Palabras que se nos pegan como si fueran tatuajes invisibles y que moldean la forma en que se nos mira… y a veces, también la forma en que nos miramos a nosotros mismos. Pero, ¿y si un día pudiéramos despegarlas, una a una, y ver qué hay debajo?