Una mañana cualquiera abres el portátil y, sin saberlo, ya estás sobre varias plataformas. No me refiero a unos zapatos ni a una tarima. Hablo de ese término omnipresente que lo mismo se invoca en los pasillos de una empresa tecnológica que en el eslogan de una consultora. Llamamos “plataforma” a casi todo: Amazon o Netflix son un plataforma, subimos videos a una plataforma, manejamos datos en una plataforma, incluso soportamos modelos de negocio enteros en una plataforma como Salesforce. Se pronuncia con naturalidad, como si no hiciera falta preguntarse qué significa. Y, sin embargo, cuanto más se usa, más parece desdibujarse. La palabra flota, ligera, como esos gráficos de PowerPoint donde todo está en la nube, sin cables, ni enchufes, ni suelo firme donde apoyarse. Da igual: si suena moderno, se le llama plataforma.
Así que me propuse ordenar los usos, distinguir lo que comparten —si es que comparten algo— y tratar de entender si hay un patrón real bajo tanta ambigüedad. Y resulta que sí: lo hay. Aunque no todo lo que se autodenomina plataforma necesariamente lo es.
En este artículo resumo lo que he aprendido. Porque no es sólo una cuestión semántica: entender qué es y qué no es una plataforma te puede ahorrar muchos errores de diseño… y alguna que otra inversión mal dirigida.
¿Qué es (de verdad) una plataforma?
Tras revisar ejemplos reales y leer bastante al respecto (al final del artículo tienes la bibliografía que he manejado), he llegado a esta definición, que es la que más me convence:
Una plataforma es una base de capacidades, compartida y reutilizable, que facilita interacciones, colaboraciones o creaciones entre múltiples actores, y permite escalar valor a través de terceros.
Cuando hablo de “una base” me refiero al conjunto de capacidades compartidas que sirven como punto de partida para que otros puedan construir o interactuar sobre ellas. Más adelante veremos que esa base puede adoptar formas muy distintas: una infraestructura técnica (como una API o un entorno de ejecución), una red de relaciones (como una comunidad online), o una arquitectura modular (como la de un sistema operativo o una plataforma automotriz). Lo esencial es que otros actores puedan apoyarse en ella para crear o intercambiar valor sin tener que reinventarlo todo desde cero.
Además, estas interacciones entre actores pueden generar efectos de red, en los que el valor de la plataforma crece no de forma lineal, sino exponencial, a medida que se suman más participantes y contribuciones. Este comportamiento permite a las plataformas dominar sectores económicos enteros, al facilitar innovaciones externas, reducir costes transaccionales y crear ecosistemas difíciles de replicar por modelos de negocio tradicionales.
Creo que esta definición sintetiza bien los elementos esenciales de una plataforma, pero podemos enriquecerla aún más si la contrastamos con la definición algo más extensa que ofrecen Parker et al en Platform Revolution:
“Una plataforma es un modelo de negocio basado en facilitar interacciones que generan valor entre productores y consumidores externos. La plataforma proporciona una infraestructura abierta y participativa para estas interacciones, y establece las condiciones de gobernanza que las regulan. El propósito fundamental de la plataforma es concretar conexiones entre los usuarios y facilitar el intercambio de bienes, servicios o moneda social [reputación, influencia, etc.], posibilitando así la creación de valor para todos los participantes.”
— Parker et at en “Platform Revolution” (WW Norton, 2017)
Lo que aporta esta definición es que señala la importancia de dos componentes clave:
- la infraestructura participativa: abierta, flexible, y diseñada para permitir la intervención de múltiples agentes sin necesidad de permiso previo,
- y el sistema de gobernanza: las reglas que determinan quién puede hacer qué, cómo se resuelven conflictos, cómo se reparten beneficios, etc.
Es decir: no se trata de un producto cerrado, ni de un simple canal de distribución, ni de una tecnología concreta. Se trata de una arquitectura que conecta componentes de una cadena de valor. Y cuya utilidad depende, en buena medida, de lo que otros puedan construir encima. La clave está en lo que permite, no en lo que hace por sí misma.
Además, los autores insisten en algo fundamental: las plataformas no son una categoría tecnológica, sino un modelo organizativo que transforma mercados. Y lo hacen al cambiar la lógica tradicional de producción: en lugar de crear y vender productos, habilitan que otros los creen, compartan o intercambien. El control de los activos deja paso al control de las reglas de interacción. Esto último tiene una importancia estratégica fundamental. Lo veremos más adelante.
LEGO es un excelente ejemplo de plataforma, por eso he decidido usarlo para ilustrar este artículo. Ofrece una base modular y reutilizable —los famosos bloques— sobre la que millones de usuarios, especialmente niños, pueden construir lo que imaginen. No crea un único producto cerrado, sino un sistema que habilita la creatividad individual. Además, ha extendido esa lógica a comunidades de usuarios (como LEGO Ideas), educación (LEGO Education) y robótica (Mindstorms), consolidando así un ecosistema abierto bajo gobernanza clara. LEGO no se limita a fabricar sets cerrados. Esto lo convierte en un sistema abierto: el valor no lo genera sólo LEGO, sino todas las personas que crean a partir de su base modular. Aunque es abierto, el ecosistema no es caótico: LEGO define estándares y guías de uso. Incluso incorpora propuestas de su comunidad de usuarios. Con ello han conseguido equilibrar apertura y control, dejando espacio a la creatividad y colaboración externa sin perder identidad ni calidad.
Si te interesa conocer cómo LEGO rediseñó su estrategia empresarial apoyándose precisamente en su plataforma, te recomiendo este artículo (con un vídeo incluido) de Strategyzer: una historia breve pero reveladora.
Tres ingredientes comunes en casi todas las plataformas
Como parte de mi estudio, he identificado una serie de elementos que casi siempre están presentes:
- La conexión entre partes que no interactuarían de otro modo.
La plataforma actúa como intermediario, pero no de forma pasiva, sino que establece las reglas, los incentivos, los formatos de esa interacción. - La aparición de efectos de red.
Cuantos más usuarios o proveedores se conectan, más valor tiene para el siguiente que llega. Es lo que convierte a una simple herramienta en un ecosistema. - La reutilización estructural.
La plataforma estandariza lo suficiente como para que otros no tengan que reinventar la rueda. Esa base común permite que las cosas escalen.
Esto se traduce en que las plataformas deben diseñarse para maximizar las interacciones de valor, minimizar las fricciones (tecnológicas o sociales) y reforzar los efectos de red, que son su principal ventaja competitiva. Parte del reto consiste en resolver el clásico problema del huevo o la gallina: ¿qué lado del mercado debe activarse primero para generar tracción? A partir de aquí, las diferencias entre plataformas empiezan a tener más que ver con el tipo de interacción que facilitan y con su lugar en la cadena de valor.
Las cinco grandes familias de plataformas
Si reducimos la complejidad al mínimo necesario, podemos agrupar las plataformas en cinco grandes categorías. No son excluyentes, pero creo que ayudan a poner orden.
1. Plataformas de interacción entre personas
Son las que nacen para que personas (o empresas) se conecten entre sí. Lo que importa aquí es la relación, no tanto el contenido o el producto. Redes sociales, foros, comunidades de aprendizaje, marketplaces… Ejemplos como LinkedIn, Tinder, Wallapop o incluso Airbnb representan bien esta categoría. Son plataformas que definen las reglas del juego —quién ve a quién, cómo se presentan los perfiles, qué filtros o garantías existen— y que viven de que esa conexión funcione.
En la literatura se suele hablar de exchange platforms, y su reto principal es generar suficiente tracción en ambos lados del mercado para que las interacciones fluyan.
2. Plataformas de distribución de contenido o productos
Aquí la plataforma no se centra tanto en facilitar relaciones como en hacer llegar cosas: un vídeo, un paquete, una canción… La plataforma se encarga de alojar, mostrar, distribuir, cobrar y medir mediante un canal eficiente, escalable y muchas veces automatizado. No es una infraestructura técnica pura, pero tampoco es una relación social. Es un sistema de entrega, con catálogo, reglas y procesos.
Aquí encajan bien ejemplos como YouTube, Spotify, Netflix o Amazon, donde la relación directa entre quien crea y quien consume queda mediada —y potenciada— por el sistema de recomendación, el catálogo, el pago integrado, la logística. Este tipo de plataformas se apoyan con frecuencia en efectos de red indirectos: cuantos más productores o contenidos, más valor perciben los usuarios finales.
3. Plataformas que habilitan la creación
Éstas no muestran ni venden nada directamente. Están ahí para que otros creen cosas sobre ellas. No son escaparates ni puntos de encuentro; son herramientas, infraestructuras, APIs, bases de datos, entornos de despliegue… Piensa en AWS, Heroku, GitLab o Databricks: sin ellas, muchos productos digitales actuales simplemente no existirían.
Funcionan como una capa subyacente y reutilizable: si están bien hechas, no las ves. Se alinean con lo que Cusumano et al llaman innovation platforms: entornos diseñados para potenciar la creatividad de terceros y escalarla.
Dentro de esta categoría conviene distinguir entre distintos niveles de abstracción. Las plataformas como servicio (PaaS), como Heroku, Google App Engine o Azure App Services, ofrecen entornos completos donde basta con subir el código: la plataforma se encarga de todo lo demás. Un nivel más abajo estarían las plataformas de infraestructura como servicio (IaaS), como AWS o GCP, que proporcionan bloques técnicos reutilizables —máquinas virtuales, redes, bases de datos— sobre los que cada organización construye su propia plataforma interna. Y en un plano distinto, aunque complementario, se sitúan herramientas como GitLab o GitHub, que no ejecutan aplicaciones pero sí habilitan y automatizan muchas tareas del ciclo de desarrollo. Todas ellas, en distinta medida, permiten crear valor sin tener que reinventar la base técnica sobre la que se construye. Si te interesa, hay un artículo muy conocido donde se explica en qué se diferencian estos términos.
4. Plataformas de producto
En algunos sectores, lo que se busca no es tanto crear desde cero como variar eficientemente sobre una misma base. Ahí es donde entran las plataformas de producto: arquitecturas modulares pensadas para construir familias de productos con piezas comunes. El principio es claro: facilitar variedad sin perder eficiencia, algo fundamental en industrias que necesitan escalar sin desbordarse.
Un caso típico es Android, que permite a múltiples fabricantes lanzar modelos distintos sobre una misma base tecnológica. También podríamos incluir aquí a WordPress, que permite crear miles de webs diferentes a partir de un núcleo común. O un gran referente en el sector de la manufactura: la plataforma MQB de Volkswagen, que sirve para diferentes coches con la misma estructura de fondo. MQB permitió producir modelos muy distintos (Golf, Passat, Tiguan, Audi A3, etc.) sobre la misma arquitectura transversal. Permitió producir en múltiples fábricas sin rediseñar por completo líneas de ensamblaje. Gracias a ella, se estima que VW consiguió una reducción de costes de hasta un 20% por modelo gracias a la unificación de procesos, piezas y herramientas.
5. Plataformas de coordinación de procesos o servicios
Por último, hay plataformas cuyo papel principal es orquestar actividades, decisiones o flujos de trabajo para que todo ocurra en el momento adecuado y sin fricciones innecesarias. Los componentes clave suelen ser: reglas de negocio, motores de flujo, integraciones con terceros, seguimiento de estado y automatización. Son como un sistema operativo del servicio: conectan partes dispersas de la cadena de valor, las alinean y aseguran que las cosas sucedan.
Piensa en Cabify, que coordina conductores, pasajeros, pagos y rutas en tiempo real. O en Airbnb, que sincroniza disponibilidad, reservas, cobros, mensajes y limpieza. También en ServiceNow o SAP, que gestionan procesos complejos dentro de organizaciones.
Funcionan mejor cuanto más invisibles son. Lo que aportan no es visibilidad ni personalización, sino eficiencia, trazabilidad y confianza operativa.
¿Y desde el punto de vista estratégico?
Desde un punto de vista estratégico, no todas las plataformas se piensan igual. Su diseño y evolución dependen del tipo de valor que aportan: no es lo mismo conectar personas que distribuir productos, coordinar servicios o habilitar la creación. Cada tipo de plataforma ocupa un lugar distinto en la cadena de valor, y eso exige enfoques diferentes para crecer, diferenciarse o simplemente no estorbar. Una plataforma de creación, por ejemplo, debería funcionar como una infraestructura invisible, estable y reutilizable. En cambio, una de interacción necesita generar tracción en ambos lados del mercado y reforzar los efectos de red si quiere mantenerse viva.
Es relativamente fácil intuir que, si dibujamos un mapa de Wardley, cada tipo de plataforma ocuparía una posición distinta. Las más invisibles —esas que funcionan como base silenciosa— quedarían en la parte baja del mapa. Las más industrializadas —fiables, estandarizadas, casi comoditizadas— se situarían hacia la derecha. Ubicarse bien en ese mapa, es decir, entender qué necesidades cubres, sobre qué te apoyas para construir y qué puedes tratar como genérico, permite tomar mejores decisiones: qué desarrollar, qué reutilizar y cómo puede evolucionar tu ventaja competitiva. Si te interesa, déjame un comentario y escribo otro artículo específico.
Algunas conclusiones (y una advertencia)
Hemos visto que el concepto de plataforma va mucho más allá de una etiqueta atractiva para productos tecnológicos. Hay plataformas que viven en el mercado y otras que operan en el interior de las organizaciones. Algunas buscan escalar usuarios, otras escalar equipos. Todas, si están bien diseñadas, comparten una idea central: habilitar a otros.
Por eso, algunas señales útiles para distinguir una plataforma real de un producto disfrazado podrían ser éstas:
- ¿Permite a otros crear valor, sin intervención directa del proveedor?
- ¿Define reglas, interfaces o servicios comunes que se reutilizan?
- ¿Escala a través de terceros y no sólo por crecimiento directo?
Y sin embargo, no todas cumplen esa promesa. ¿Te has cruzado con alguna de esas “plataformas” que no lo eran? ¿O con otras que, sin hacer mucho ruido, lo han cambiado todo?
Pero, además, conviene tener muy en cuenta la advertencia con la que termina el libro “The Business of Platforms”:
La conclusión es que las plataformas tienen potencial tanto para el bien como para el mal. (…) Ya han provocado cambios revolucionarios. Pero hoy vivimos en un mundo donde el “negocio de las plataformas” está íntimamente ligado a la competencia digital, la innovación y el poder —para bien y para mal. Depende de nosotros que, en el futuro, las plataformas mejoren el mundo o lo perviertan. Somos optimistas, pero con cautela.
— Cusumano et al en “The Business of Platforms” (Harper Business, 2019)
Entender bien qué significa ser una plataforma —y qué tipos existen— no sólo ayuda a diseñarlas con más criterio. También invita a repensar cómo nos organizamos cuando elegimos trabajar de este modo. Por cierto, de eso hablaré en el próximo artículo: del impacto que tienen las plataformas en el diseño organizativo, y de por qué no basta con adoptar su vocabulario si no cambiamos también nuestra forma de colaborar.
Bibliografía
- Platform Revolution de Parker et al (WW Norton, 2017). Aquí un resumen.
- The Business of Platforms de Cusumano et al (Harper Business, 2019)
- The business of platforms de Deloitte (2021). Aquí el primero de los artículos en PDF.
La foto
Foto de Mourizal Zativa en Unsplash